Como siempre, comentarios, críticas y sugerencias bienvenidas. De hecho, me conformaría con un comentario, cualquiera. *solloza*
Segunda Parte
Silencio
I
I
La Silencio cortaba el mar con una velocidad sorprendente para su tamaño. A Karanthir no le dejaba de asombrar, cuando pensaba en ello, que un Arca Negra de esa envergadura -casi una montaña en sí misma, con torres tan altas que rozaban las nubes, y varios niveles por debajo de la superficie- pudiera moverse con tanta rapidez. Estaba de pie en lo que a él le gustaba llamar "la Lanza de Anath Raema", una plaza con forma de quilla que salía a media altura de la estructura principal, proyectándose hacia adelante sobre el mar. Apoyado en el borde con el océano oscuro cientos de metros por debajo, notaba el viento en la cara, el olor del mar impregnándolo todo, y sentía algo muy parecido al júbilo.
Hacía ya cinco años que había abandonado Aarthrond con una guardia de unos cuarenta hombres a pie y diez a caballo. Había sido el encargado de llevar ante Malekith la cabeza de Rhan’khratak, el Devorador de Almas que su padre había matado con un sólo golpe de su lanza. Recordaba muy bien ese día. Recordaba el boato de la corte, los cientos de nobles ociosos planeando unos contra otros en los salones de Naggarond, los esclavos que vestían con más lujo que él mismo... Recordaba la presencia magnética del Rey Brujo, mirándole a través de su yelmo mientras él depositaba a sus pies la inmensa cabeza del monstruo. Pero sobre todo, recordaba una presencia aún más magnética que la del propio Malekith: su madre, Morathi. Malekith era su soberano y probablemente el Elfo vivo más poderoso, hijo del propio Aenarion el defensor, el héroe más legendario que jamás vivió. Pero Morathi era la semilla de todo: la guerra civil, la magia oscura, los cultos del placer... Todo lo que hacía únicos a los Druchii había emanado de alguna manera de ella. Ella misma era digna de verse: a pesar de ser una de las druchii más ancianas, su piel era impoluta, como la de una doncella. Su pelo negro, sus ojos despiertos... Había susurrado algo al oído de su hijo sin apartar la vista de Karanthir, y luego se había retirado. Unos minutos después, tras unas palabras de agradecimiento y loa a la familia Verakh que a Karanthir le parecieron más bien desganadas, Malekith había hecho un gesto a uno de sus esclavos humanos, que había guiado a Karanthir por el palacio -tan oscuro, frío y cavernoso que parecía una extensión de la propia armadura de Malekith- hasta llegar a otro salón, más pequeño e íntimo, y vacío. Por las ventanas en forma de arco puntiagudo se colaba la luz de la luna, que incidía sobre varias tumbonas y camas cubiertas de sedas de Catai negras con adornos dorados. Karanthir esperó de pie en el centro, sin saber muy bien a qué atenerse, mientras el esclavo se escabullía por la misma puerta por la que habían entrado, cerrándola detrás. Una voz profunda femenina le sobresaltó: venía de su espalda.
-Vaya, Karanthir, habéis crecido mucho.
El joven noble se dio la vuelta, y ahí estaba Morathi, con su piel tan lisa como el mármol muy cerca de la suya propia, mirándole con esos ojos felinos y antiguos. Karanthir se atragantó ligeramente al contestar a la primera entre las Druchii.
-Mi Señora... Lo justo para servir a Malekith.
-Buena respuesta, Karanthir. Prudente. Veo que habéis cambiado también por dentro.
-Si mi Señora lo dice y le place, así es.
-El parecido con tu padre es asombroso -sonrió Morathi, siguiendo con una mirada codiciosa la línea de los pómulos de Karanthir- . Si os tuviera a los dos delante, no sabría quién es quién. Es curioso, tu padre se parece también mucho al suyo, Kalanthir.
-Escupo sobre el nombre de ese cobarde que manchó el nombre de mi familia y disgustó a mi Rey y a mi Señora -dijo Karanthir, rígido. La risa suave de Morathi le sorprendió.
-Oh, vamos... Pensaba que tu padre sabría algo más que eso. Creí que Kelebrian se lo contaría tarde o temprano, pero tu abuela siempre ha sido una zorra manipuladora... Supongo que si no se lo ha contado es porque no ha encontrado el momento para decirlo. Es decir, no ha encontrado un momento en el que decirlo suponga una ventaja apreciable para ella.
-¿Mi Señora? -Karanthir no comprendía nada.
-Sí, joven noble. -Morathi siguió con un dedo frío y suave la frente de Karanthir, bajándolo luego por sus pómulos y su cuello hasta llegar a su pecho, donde apoyó la mano. - Siéntate y hablaremos.
Como en un sueño, Karanthir obedeció. Era tanto el honor que le hacía Morathi tan sólo dirigiéndole la mirada que no podía ni imaginar lo que significaría en términos sociales que le tocara o quisiera hablar más con él. Se sentó en un diván. Morathi se reclinó, felina, en el de enfrente, y dio dos palmadas. Ambos aguardaron en silencio hasta que un esclavo asur, o tal vez asrai, trajo una bandeja con dos copas y una hermosa botella de cristal tallado que contenía un líquido ambarino oscuro. El esclavo sirvió ambas copas y luego se fue, dejando de nuevo a los dos solos. Morathi cogió su copa y bebió un trago.
-Bebe -ordenó a Karanthir con un gesto de la mano-. Es vino, robado de Ulthuan hace más de doscientos años.
Karanthir bebió. Era un líquido rico, espeso, que llenaba la boca y la nariz. Era como estar en un prado de hierba jugosa una mañana de primavera. Morathi le miraba. Sin dejar de mirarle, dejó su copa y comenzó a hablar.
-Verás, Karanthir, tu abuela y yo éramos muy amigas. Bueno, todo lo amigas que pueden ser dos Druchii. Hubo un par de intentos de asesinato que ninguna de las dos nos tomamos demasiado en serio. Pero ella siempre me ha servido fielmente, delatando traidores o defendiendo el norte contra los invasores. Por eso cuando su esposo, el noble Kalanthir, cayó en desgracia, le permití vivir. A ella y a tu padre, que entonces tenía poco más de un año y medio. Los dos hermanos de tu padre, que servían en el mismo ejército que tu abuelo, y su única hija, fueron ejecutados, y sus cabezas se pudrieron en nuestras murallas.
-Pero.. -interrumpió Karanthir- Yo pensé que mi abuelo también...
-Oh, no. Tu abuelo no llegó a Naggarond. Sé que la... versión oficial... es que vino aquí a confesar a mi hijo su derrota y fue ajusticiado. Pero no es eso lo que ocurrió. Tu abuelo simplemente... desapareció.
-¿Desapareció... mi señora?
-Sí. Y no sabemos qué fue de él. Curiosamente, es imposible que se escapara por ninguna parte. Parece que simplemente... se volatilizó. La cabeza que pusimos en su lugar no era suya. Creo recordar que era de algún esclavo que se le parecía un poco.
Karanthir no sabía que decir.
-Pero entonces... Es posible que esté vivo, ¿no?
-No creo. Un druchii no vive tantos años, y tu abuelo ya rozaba los dos mil inviernos cuando desapareció. Si viviera ahora tendría más de tres mil setecientos años.
-¿Murió, entonces?
-Yo no he dicho eso- Morathi le dedicó una mirada traviesa-, tal vez siga viviendo.
-Pero habéis dicho que un elfo no vive tanto...
-No -sonrió Morathi-, un elfo no.
-No entiendo.
-Da igual -contestó ella, moviendo una mano como para desechar todo el tema-. He oído que quieres embarcarte en un Arca Negra, ¿verdad?
-Así es -contestó Karanthir, algo molesto por el cambio de tema-. Pretendo capturar miles de esclavos y riquezas para la Casa Verakh... y Malekith, por supuesto.
-Bien. Tengo una sorpresa para ti, entonces.
-Lo que mi Señora considere oportuno será más que suficiente -dijo Karanthir, inquieto al recordar lo que había deparado a su familia la última vez que los dirigentes de los Druchii les dieron una sorpresa: el exilio.
-Como sabrás es costumbre que cuando un noble se une a un Arca Negra lo haga como capitán de un regimiento.
-Sí, mi Señora.
-Pues bien, en nombre de la amistad que me une a tu abuela, voy a hacer que tu ascenso sea rápido: te otorgo el mando del Arca Negra Silencio.
Karanthir se quedó boquiabierto. ¿Un Arca Negra sólo para él? ¡Eso era como hacerle alcalde de una ciudad!
-¡Mi Señora! -dijo, conmocionado.
-Sé que no tienes experiencia, Karanthir, y sé que no has visto el mar. Pero he oído que eres un excelente estratega, y tengo intención de cambiar al actual capitán de la Silencio. Me ha decepcionado. -rebuscando entre los pliegues de su falda, Morathi sacó un pergamino y se lo tendió a Karanthir. -Ahí tienes. Eso es mi edicto personal, por el que te nombro capitán y señor de la Silencio y almirante de la Flota sin Nombre, que la acompaña. También he añadido unos cuantos regalos para tu familia, en pago por su servicio al eliminar a esa horda demoníaca.
Diciendo esto, se puso en pie. Karanthir cogió el pergamino y lo apretó contra su pecho, aún sobresaltado por lo inesperado y enorme del honor, y se puso en pie. Morathi le guió hasta la salida en silencio, un silencio que Karanthir no consideró prudente romper. Cuando él cruzaba la puerta Morathi le sujetó por un brazo y le hizo darse la vuelta. Apoyó la mano en su cara en un gesto que parecía cariñoso sin serlo, y con los ojos fijos en los de él, le dijo:
-Hay un velo en ti que no puedo descorrer, Karanthir. Pero confío en tu lealtad. No me decepciones.
Y simplemente le empujó fuera, cerrando la puerta.
Karanthir salió del palacio aún sobresaltado, seguido por los hombres que había elegido como su guardia. Cuando llegó al palacio vacío que aún pertenecía a la familia Verakh se permitió un momento de descanso para leer el papiro. Lo desenrolló, y una caligrafía afilada y pequeña le miraba desde la hoja amarillenta y suave:
Yo, Morathi, Primera entre las Druchii, Esposa de Khaine, Reina de Ulthuan y Hechicera Suprema de Naggaroth nombro a Karanthir hijo de Voronthir de la tres veces noble Casa Verakh, comandante supremo del Arca Negra Silencio y almirante de la Flota sin Nombre que la acompaña. En sus manos dejo el destino del actual Comandante, cuyo nombre no manchará este edicto.
Cualquiera que ose poner en duda o interferir de cualquier manera en el mando del noble Verakh estará interfiriendo con mi voluntad, por lo que será considerado culpable de traición y ajusticiado.
Asimismo, decreto que los siguientes bienes sean entregados a la Casa Verakh en su nuevo baluarte de Aarthrond:
A lord Voronthir: Gélidos suficientes como para entrenar a quince Caballeros más. Una nueva lanza de caballería, bendita por Khaine, para reemplazar la que hundió en el cuerpo del enemigo. Un huevo de Dragón Negro, con cinco Señores de las Bestias encargados de cuidarlo y entrenar al animal cuando nazca. Que sus alas sean el heraldo de la victoria para Lord Verakh, a quien saludamos y enviamos nuestro beneplácito y felicitaciones.
A la Hechicera Kelebrian, un baúl que los porteadores podrán recoger en el palacio. Su contenido es sólo para los ojos de la hechicera, a quien enviamos nuestras bendiciones y recuerdos.
A la joven Mekheret Verakh, en pago por su fiereza, le será enviada una hidra de guerra desde Karond Kar. Que su furia y su fuego eliminen a los enemigos de la joven Verakh, a quien encomendamos el cuidado de la hidra y deseamos grandes victorias.
A la hechicera Ymircha Verakh, una daga empaquetada dentro del baúl de la noble Kelebrian. Que su filo le dé la victoria.
Al baluarte de Aarthrond y a toda la familia Verakh, cincuenta esclavos humanos para que Aarthrond resplandezca con su trabajo. Cincuenta lanceros y cien ballesteros. Veinte Jinetes Oscuros.
Que Khaine sea con ellos.
Aún ahora, casi cinco años después, Karanthir podía sentir de nuevo la alegría que le embargó al leer el edicto que colmaba de regalos a su familia. Unos días después él mismo había supervisado la preparación de la caravana que llevaría a Aarthrond todos los regalos. Columnas de hombres armados marchaban, con los gélidos detrás, controlados por jinetes de entrenamiento. Recordaba las carretas con esclavos de aspecto miserable pero sano, el rostro de los impenetrables Señores de las Bestias que le habían mostrado el huevo de dragón -tan negro, tan suave-, la imponente mole malhumorada de la hidra avanzando tras la columna. En cuanto la caravana desapareció por el horizonte en dirección al norte, él se dio media vuelta seguido por su escolta y se encaminó hacia Har Ganeth, donde la Silencio estaba encallada. El viaje fue rápido, pues eran las espuelas de la impaciencia las que le aguijoneaban y apenas hicieron altos en el camino. Cuando la Ciudad de los Verdugos apareció en el horizonte, Karanthir aceleró aún más la marcha.
En el puerto de Har Ganeth había cuatro Arcas Negras encalladas, pero la Silencio era fácil de reconocer tanto por su desacostumbrado tamaño como por la plataforma que sobresalía a media altura. Sin pararse a saludar a nadie, Karanthir y su escolta ascendieron por las escalinatas negras, atravesaron salones y patios interiores, recorrieron pasillos. Los corsarios que vivían en el Arca Negra les miraban; algunos con curiosidad, otros con desgana, y unos cuantos con aversión mal disimulada... Pero ninguno les impidió el paso. Reconocían el blasón de la serpiente sobre fondo rojo que llevaba el portaestandarte personal de Karanthir, siempre a su lado. Las noticias corren rápido en las ciudades pequeñas, y eso es lo que es un Arca Negra al fin y al cabo: todos sabían que un Verakh iba a sustituir al actual capitán, por orden de Morathi. Ni siquiera la guardia personal del capitán movió una ceja mientras el druchii suplicaba clemencia, ni tampoco cuando fue arrojado desde la plataforma al suelo del puerto, quedando convertido en una mancha sanguinolenta irreconocible.
Karanthir aún no gozaba de la confianza de los miembros de la Flota sin Nombre, de alto ni bajo rango. Ninguno de ellos trató de asesinarle por miedo a incurrir en la ira de Morathi, pero tampoco le obedecían de buena gana ni con la presteza que él requería. Ajustició a cuatro de los capitanes de las distintas naves de la flota, pero ni así consiguió el respeto de los demás. Se burlaban de su manía -espoleada por el capitán Tryshyk- de estudiar las costumbres y la cultura de los pueblos cuyas tierras iban a sufrir sus incursiones. Despreciaban el lujo con el que vestía, y consideraban una presunción que hubiera hecho colgar de todos los balcones, plataformas y torres de la Silencio estandartes con el símbolo de los Verakh. No consideraban que la flota fuera suya para comandarla, ni que su puesto fuera merecido. Sólo unos pocos habían sido leales y habían ayudado a Karanthir a ir reuniendo poco a poco en sus manos los hilos del poder de la Flota sin Nombre. El primero de ellos, Myrvael, era un asesino enviado en secreto por Morathi para ayudarle. Karanthir dudaba de que su lealtad a él como comandante fuera tan grande como la que tenía al dinero, pero había demostrado ser un recurso de valor incalculable a la hora de reunir información y de saber qué se rumoreaba entre la tripulación. Por supuesto, también había demostrado su valor como encargado de apagar los fuegos de la rebelión antes de que las llamas se alzaran demasiado, instaurando un clima de saludable paranoia y desconfianza entre los potenciales traidores que había demostrado ser útil.
Otro de sus hombres de confianza era su portaestandarte personal, el mismo que había entrado en la Silencio a su lado llevando bien alta la bandera de los Verakh, sin amedrentarse ante los ojos hostiles que le seguían. Su nombre era Serthiar, y era fácilmente reconocible: era alto, incluso para un elfo, y de espaldas anchas. Su voz era profunda, y sus ojos verdes mantenían la mirada de nobles y soldados por igual. Pese a su tamaño se movía con una agilidad asombrosa, y Karanthir lo tenía siempre cerca. Era su guardaespaldas y su heraldo en la flota, a través del cual hablaba y oía. Su lealtad era incuestionable; por lo que Karanthir sabía, nadie le pagaba lo suficiente como para que no lo fuera.
El tercer hombre era el capitán Tryshyk. Estaba al mando del Hierro Helado, un palacio encadenado en la espalda de una inmensa serpiente marina y protegido por los más potentes encantamientos, lo que le permitía pasar la mayor parte del tiempo sumergido en las profundidades negras y frías del océano. Tryshyk era jovial, y no era de familia noble. Había conseguido ascender por el escalafón de mando de la Hierro Helado a base de una combinación interesante de competencia estratégica y asesinatos igualmente estratégicos. A Karanthir le gustaba oír sus historias de saqueos y pillajes por todo el mundo: de todos los capitanes de la Flota sin Nombre, él era el más experimentado. Había recorrido todo el mundo, desde el Imperio hasta Catai, pasando por Lustria e incluso la propia Ulthuan. Siempre tenía algo que decir, y sus consejos eran muy útiles para Karanthir, que en más de una ocasión le había pedido opinión sobre sus planes de campaña. Karanthir solía entregarle el mando de algún regimiento cuya labor durante la batalla fuera a ser clave, y había conseguido no fallar ni una sola vez en su cometido durante los cinco años en que el noble Verakh llevaba al mando. Sin embargo, Karanthir no se hacía ilusiones: sabía que Tryshyk le era leal sólo porque quería serlo. Ya era inmensamente rico gracias a sus siglos de pillaje, por lo que su afecto no podía comprarlo con dinero, no tenía miedo a las familias nobles porque había trepado por sus cadáveres para llegar a la cima, y no temía a Malekith o Morathi porque todo su mundo estaba en la Hierro Helado, que era su pequeño reino. Si cualquiera de los dos gobernantes decidiera ponerse en su contra, se sumergiría y volvería a la superficie lejos, con poco más que un encogimiento de hombros.
El cuarto miembro del pequeño consejo de Karanthir era la hechicera Roshakk. Era verdaderamente extraña, incluso para lo habitual en una hechicera Druchii. Las malas lenguas de la Flota sin Nombre decían que había sido incapaz de controlar la magia que fluía por su cuerpo durante una batalla, sufriendo una disfunción que estuvo a punto de matarla y quemó todo el pelo de su cuerpo. Durante semanas estuvo inconsciente, atendida por otras hechiceras mientras su espíritu vagaba por el Reino del Caos, asustado y vulnerable ante los demonios que allí moran. Cuando despertó se negó a decirle a nadie lo que había visto o cómo había vuelto, pero nunca fue la misma. Se decía que antes de la disfunción era ruidosa, siempre riendo o gritando, propensa a ataques de ira... Karanthir no podía saberlo porque no la había conocido en ese momento, pero se le hacía difícil el creer que esa criatura silenciosa y blanca, de aspecto frágil y etéreo, hubiera sido en algún momento una hechicera normal, con su característica irascibilidad. Efectivamente, Roshakk jamás alzaba la voz ni parecía alterarse. A Karanthir le impresionó especialmente el hecho de que, durante la batalla, lanzara sus potentísimos hechizos con sólo murmullos, sin los gritos y maldiciones que tan comunes eran en las demás hechiceras. Roshakk parecía una isla de calma devastadora en medio de la vorágine de la batalla, destrozando los cuerpos y espíritus de sus enemigos sin tan siquiera alterar su expresión o fijar su mirada gris en ellos mientras su túnica flotaba, impulsada por los vientos de la magia que bullían a su alrededor. Durante los consejos Roshakk hablaba poco, pero había demostrado ser una augur excelente, leyendo los presagios en los vientos de la magia con una claridad sorprendente. En cuanto a su lealtad, Karanthir sospechaba que la hechicera no era leal a nadie, porque sencillamente nada le importaba. Paseaba por la Silencio durante el día, ausente, y los supersticiosos corsarios apartaban la mirada, porque para ellos era “Roshakk la Maldita”, o “la Muerta”. Karanthir no sabía si ella conocía esos nombres. Lo que sí sabía de sobra era que, si los conocía, no le importaban lo más mínimo.
Por último, se había añadido un quinto miembro hacía dos años: un emisario de su padre, un elfo de pelo plateado y movimientos armoniosos. Su belleza era legendaria en toda la Flota sin Nombre. Le llamaban Mish’kar el Hermoso. Siempre sonreía, y la perfección de sus rasgos casi dolía cuando se vestía para alguna de las numerosas fiestas que Karanthir daba en la Silencio. Karanthir no sabía muy bien si lo adoraba o lo odiaba, pero reconocía que su lengua rápida y su ingenio brillante le habían salvado en muchas conversaciones peligrosas de las que se tienen con los otros nobles; esas que son todo un torneo de esgrima dialéctica que puede acabar hiriendo tan profundamente como la espada más afilada. Voronthir lo había enviado a su hijo como diplomático para ayudarle en sus relaciones con los demás almirantes de otras flotas, y para que sirviera de enlace con Aarthrond. Según decía el patriarca Verakh, era un pariente lejano de su consejera Kersheii, la de los cabellos también plateados y los andares felinos que Karanthir recordaba tan bien. De hecho, recordaba su aspecto, su voz -esa voz- y poco más. Por mucho que lo intentase jamás conseguía recordar cómo o cuándo había pasado a ser la consejera de su padre, ni de dónde había venido. Pero a veces soñaba con ella, y se levantaba desasosegado e inquieto, como borracho, sin recordar nada más que la sonrisa depredadora de Kersheii entre nieblas espesas de incienso y música demente.
Karanthir sabía que los ojos de Kersheii, y por tanto también los de su padre, le observaban a través de Mish'kar. Lo que no comprendía del todo era cómo transmitía sus mensajes, pero suponía que tendría alguna pequeña embarcación cuyo capitán había sobornado, que hacía el viaje desde donde estuvieran hasta Aarthrond las veces que hiciera falta. No debía de ser un viaje fácil, dado que la Flota sin Nombre no se detenía en el mismo sitio nunca. En los cinco años que llevaba Karanthir al mando, habían saqueado la costa oriental de Lustria, circunnavegado Ulthuan cazando flotillas de Guardia del Mar, y atacado la costa de Catai e Ind varias veces, capturando esclavos. Con el viento salado en la cara, Karanthir pensó con amargura en el hecho de que ninguna batalla en estos cinco años había conseguido reportarle el respeto de su ejército. La costa oriental de Lustria no tiene ciudades importantes y se habían limitado a saquear templos abandonados cercanos a la costa, siendo ocasionalmente molestados por pequeños contingentes de Hombres Lagarto, que habían sido despedazados de forma sumaria. Las flotillas de Lothern eran rápidas y ligeras, pero no eran rival para una inmensa flota que contaba con más monstruos marinos que barcos: sus serpientes y dragones marinos habían destrozado y hundido los barcos que la artillería de la Silencio no había destruido. Catai e Ind eran naciones poderosas, pero conocían la forma de atacar de los Druchii, y sus augures habían presentido a la Flota sin Nombre con el suficiente tiempo como para que los habitantes abandonaran las ciudades antes de que ellos llegaran, dejando sólo calles y palacios vacíos. Sólo habían quedado los que eran demasiado orgullosos, viejos o jóvenes para huir. Esclavos, sí, pero pocos.
-Lo que necesito -se dijo a sí mismo en voz baja- es un triunfo de verdad. No arrasar aldeas de pordioseros, no robar templos vacíos. Serthiar -llamó a su portaestandarte, que estaba una centena de metros detrás de él, como siempre, vigilando-. Envía un mensaje a Tryshyk, hoy comeremos en la Hierro Helado. Avisa también a Mish’kar y Roshakk. Tengo algo que proponer.
-Como ordenéis, señor.
Karanthir vio alejarse a Serthiar con zancadas seguras hacia el interior de la Silencio, ladrando órdenes a los soldados que se iba encontrando por el camino. A él le respetan -se dijo Karanthir- y no ha hecho nada para ganárselo, más que obedecer cuando le ordeno algo. Esto tiene que cambiar.
Hacía ya cinco años que había abandonado Aarthrond con una guardia de unos cuarenta hombres a pie y diez a caballo. Había sido el encargado de llevar ante Malekith la cabeza de Rhan’khratak, el Devorador de Almas que su padre había matado con un sólo golpe de su lanza. Recordaba muy bien ese día. Recordaba el boato de la corte, los cientos de nobles ociosos planeando unos contra otros en los salones de Naggarond, los esclavos que vestían con más lujo que él mismo... Recordaba la presencia magnética del Rey Brujo, mirándole a través de su yelmo mientras él depositaba a sus pies la inmensa cabeza del monstruo. Pero sobre todo, recordaba una presencia aún más magnética que la del propio Malekith: su madre, Morathi. Malekith era su soberano y probablemente el Elfo vivo más poderoso, hijo del propio Aenarion el defensor, el héroe más legendario que jamás vivió. Pero Morathi era la semilla de todo: la guerra civil, la magia oscura, los cultos del placer... Todo lo que hacía únicos a los Druchii había emanado de alguna manera de ella. Ella misma era digna de verse: a pesar de ser una de las druchii más ancianas, su piel era impoluta, como la de una doncella. Su pelo negro, sus ojos despiertos... Había susurrado algo al oído de su hijo sin apartar la vista de Karanthir, y luego se había retirado. Unos minutos después, tras unas palabras de agradecimiento y loa a la familia Verakh que a Karanthir le parecieron más bien desganadas, Malekith había hecho un gesto a uno de sus esclavos humanos, que había guiado a Karanthir por el palacio -tan oscuro, frío y cavernoso que parecía una extensión de la propia armadura de Malekith- hasta llegar a otro salón, más pequeño e íntimo, y vacío. Por las ventanas en forma de arco puntiagudo se colaba la luz de la luna, que incidía sobre varias tumbonas y camas cubiertas de sedas de Catai negras con adornos dorados. Karanthir esperó de pie en el centro, sin saber muy bien a qué atenerse, mientras el esclavo se escabullía por la misma puerta por la que habían entrado, cerrándola detrás. Una voz profunda femenina le sobresaltó: venía de su espalda.
-Vaya, Karanthir, habéis crecido mucho.
El joven noble se dio la vuelta, y ahí estaba Morathi, con su piel tan lisa como el mármol muy cerca de la suya propia, mirándole con esos ojos felinos y antiguos. Karanthir se atragantó ligeramente al contestar a la primera entre las Druchii.
-Mi Señora... Lo justo para servir a Malekith.
-Buena respuesta, Karanthir. Prudente. Veo que habéis cambiado también por dentro.
-Si mi Señora lo dice y le place, así es.
-El parecido con tu padre es asombroso -sonrió Morathi, siguiendo con una mirada codiciosa la línea de los pómulos de Karanthir- . Si os tuviera a los dos delante, no sabría quién es quién. Es curioso, tu padre se parece también mucho al suyo, Kalanthir.
-Escupo sobre el nombre de ese cobarde que manchó el nombre de mi familia y disgustó a mi Rey y a mi Señora -dijo Karanthir, rígido. La risa suave de Morathi le sorprendió.
-Oh, vamos... Pensaba que tu padre sabría algo más que eso. Creí que Kelebrian se lo contaría tarde o temprano, pero tu abuela siempre ha sido una zorra manipuladora... Supongo que si no se lo ha contado es porque no ha encontrado el momento para decirlo. Es decir, no ha encontrado un momento en el que decirlo suponga una ventaja apreciable para ella.
-¿Mi Señora? -Karanthir no comprendía nada.
-Sí, joven noble. -Morathi siguió con un dedo frío y suave la frente de Karanthir, bajándolo luego por sus pómulos y su cuello hasta llegar a su pecho, donde apoyó la mano. - Siéntate y hablaremos.
Como en un sueño, Karanthir obedeció. Era tanto el honor que le hacía Morathi tan sólo dirigiéndole la mirada que no podía ni imaginar lo que significaría en términos sociales que le tocara o quisiera hablar más con él. Se sentó en un diván. Morathi se reclinó, felina, en el de enfrente, y dio dos palmadas. Ambos aguardaron en silencio hasta que un esclavo asur, o tal vez asrai, trajo una bandeja con dos copas y una hermosa botella de cristal tallado que contenía un líquido ambarino oscuro. El esclavo sirvió ambas copas y luego se fue, dejando de nuevo a los dos solos. Morathi cogió su copa y bebió un trago.
-Bebe -ordenó a Karanthir con un gesto de la mano-. Es vino, robado de Ulthuan hace más de doscientos años.
Karanthir bebió. Era un líquido rico, espeso, que llenaba la boca y la nariz. Era como estar en un prado de hierba jugosa una mañana de primavera. Morathi le miraba. Sin dejar de mirarle, dejó su copa y comenzó a hablar.
-Verás, Karanthir, tu abuela y yo éramos muy amigas. Bueno, todo lo amigas que pueden ser dos Druchii. Hubo un par de intentos de asesinato que ninguna de las dos nos tomamos demasiado en serio. Pero ella siempre me ha servido fielmente, delatando traidores o defendiendo el norte contra los invasores. Por eso cuando su esposo, el noble Kalanthir, cayó en desgracia, le permití vivir. A ella y a tu padre, que entonces tenía poco más de un año y medio. Los dos hermanos de tu padre, que servían en el mismo ejército que tu abuelo, y su única hija, fueron ejecutados, y sus cabezas se pudrieron en nuestras murallas.
-Pero.. -interrumpió Karanthir- Yo pensé que mi abuelo también...
-Oh, no. Tu abuelo no llegó a Naggarond. Sé que la... versión oficial... es que vino aquí a confesar a mi hijo su derrota y fue ajusticiado. Pero no es eso lo que ocurrió. Tu abuelo simplemente... desapareció.
-¿Desapareció... mi señora?
-Sí. Y no sabemos qué fue de él. Curiosamente, es imposible que se escapara por ninguna parte. Parece que simplemente... se volatilizó. La cabeza que pusimos en su lugar no era suya. Creo recordar que era de algún esclavo que se le parecía un poco.
Karanthir no sabía que decir.
-Pero entonces... Es posible que esté vivo, ¿no?
-No creo. Un druchii no vive tantos años, y tu abuelo ya rozaba los dos mil inviernos cuando desapareció. Si viviera ahora tendría más de tres mil setecientos años.
-¿Murió, entonces?
-Yo no he dicho eso- Morathi le dedicó una mirada traviesa-, tal vez siga viviendo.
-Pero habéis dicho que un elfo no vive tanto...
-No -sonrió Morathi-, un elfo no.
-No entiendo.
-Da igual -contestó ella, moviendo una mano como para desechar todo el tema-. He oído que quieres embarcarte en un Arca Negra, ¿verdad?
-Así es -contestó Karanthir, algo molesto por el cambio de tema-. Pretendo capturar miles de esclavos y riquezas para la Casa Verakh... y Malekith, por supuesto.
-Bien. Tengo una sorpresa para ti, entonces.
-Lo que mi Señora considere oportuno será más que suficiente -dijo Karanthir, inquieto al recordar lo que había deparado a su familia la última vez que los dirigentes de los Druchii les dieron una sorpresa: el exilio.
-Como sabrás es costumbre que cuando un noble se une a un Arca Negra lo haga como capitán de un regimiento.
-Sí, mi Señora.
-Pues bien, en nombre de la amistad que me une a tu abuela, voy a hacer que tu ascenso sea rápido: te otorgo el mando del Arca Negra Silencio.
Karanthir se quedó boquiabierto. ¿Un Arca Negra sólo para él? ¡Eso era como hacerle alcalde de una ciudad!
-¡Mi Señora! -dijo, conmocionado.
-Sé que no tienes experiencia, Karanthir, y sé que no has visto el mar. Pero he oído que eres un excelente estratega, y tengo intención de cambiar al actual capitán de la Silencio. Me ha decepcionado. -rebuscando entre los pliegues de su falda, Morathi sacó un pergamino y se lo tendió a Karanthir. -Ahí tienes. Eso es mi edicto personal, por el que te nombro capitán y señor de la Silencio y almirante de la Flota sin Nombre, que la acompaña. También he añadido unos cuantos regalos para tu familia, en pago por su servicio al eliminar a esa horda demoníaca.
Diciendo esto, se puso en pie. Karanthir cogió el pergamino y lo apretó contra su pecho, aún sobresaltado por lo inesperado y enorme del honor, y se puso en pie. Morathi le guió hasta la salida en silencio, un silencio que Karanthir no consideró prudente romper. Cuando él cruzaba la puerta Morathi le sujetó por un brazo y le hizo darse la vuelta. Apoyó la mano en su cara en un gesto que parecía cariñoso sin serlo, y con los ojos fijos en los de él, le dijo:
-Hay un velo en ti que no puedo descorrer, Karanthir. Pero confío en tu lealtad. No me decepciones.
Y simplemente le empujó fuera, cerrando la puerta.
Karanthir salió del palacio aún sobresaltado, seguido por los hombres que había elegido como su guardia. Cuando llegó al palacio vacío que aún pertenecía a la familia Verakh se permitió un momento de descanso para leer el papiro. Lo desenrolló, y una caligrafía afilada y pequeña le miraba desde la hoja amarillenta y suave:
Yo, Morathi, Primera entre las Druchii, Esposa de Khaine, Reina de Ulthuan y Hechicera Suprema de Naggaroth nombro a Karanthir hijo de Voronthir de la tres veces noble Casa Verakh, comandante supremo del Arca Negra Silencio y almirante de la Flota sin Nombre que la acompaña. En sus manos dejo el destino del actual Comandante, cuyo nombre no manchará este edicto.
Cualquiera que ose poner en duda o interferir de cualquier manera en el mando del noble Verakh estará interfiriendo con mi voluntad, por lo que será considerado culpable de traición y ajusticiado.
Asimismo, decreto que los siguientes bienes sean entregados a la Casa Verakh en su nuevo baluarte de Aarthrond:
A lord Voronthir: Gélidos suficientes como para entrenar a quince Caballeros más. Una nueva lanza de caballería, bendita por Khaine, para reemplazar la que hundió en el cuerpo del enemigo. Un huevo de Dragón Negro, con cinco Señores de las Bestias encargados de cuidarlo y entrenar al animal cuando nazca. Que sus alas sean el heraldo de la victoria para Lord Verakh, a quien saludamos y enviamos nuestro beneplácito y felicitaciones.
A la Hechicera Kelebrian, un baúl que los porteadores podrán recoger en el palacio. Su contenido es sólo para los ojos de la hechicera, a quien enviamos nuestras bendiciones y recuerdos.
A la joven Mekheret Verakh, en pago por su fiereza, le será enviada una hidra de guerra desde Karond Kar. Que su furia y su fuego eliminen a los enemigos de la joven Verakh, a quien encomendamos el cuidado de la hidra y deseamos grandes victorias.
A la hechicera Ymircha Verakh, una daga empaquetada dentro del baúl de la noble Kelebrian. Que su filo le dé la victoria.
Al baluarte de Aarthrond y a toda la familia Verakh, cincuenta esclavos humanos para que Aarthrond resplandezca con su trabajo. Cincuenta lanceros y cien ballesteros. Veinte Jinetes Oscuros.
Que Khaine sea con ellos.
Aún ahora, casi cinco años después, Karanthir podía sentir de nuevo la alegría que le embargó al leer el edicto que colmaba de regalos a su familia. Unos días después él mismo había supervisado la preparación de la caravana que llevaría a Aarthrond todos los regalos. Columnas de hombres armados marchaban, con los gélidos detrás, controlados por jinetes de entrenamiento. Recordaba las carretas con esclavos de aspecto miserable pero sano, el rostro de los impenetrables Señores de las Bestias que le habían mostrado el huevo de dragón -tan negro, tan suave-, la imponente mole malhumorada de la hidra avanzando tras la columna. En cuanto la caravana desapareció por el horizonte en dirección al norte, él se dio media vuelta seguido por su escolta y se encaminó hacia Har Ganeth, donde la Silencio estaba encallada. El viaje fue rápido, pues eran las espuelas de la impaciencia las que le aguijoneaban y apenas hicieron altos en el camino. Cuando la Ciudad de los Verdugos apareció en el horizonte, Karanthir aceleró aún más la marcha.
En el puerto de Har Ganeth había cuatro Arcas Negras encalladas, pero la Silencio era fácil de reconocer tanto por su desacostumbrado tamaño como por la plataforma que sobresalía a media altura. Sin pararse a saludar a nadie, Karanthir y su escolta ascendieron por las escalinatas negras, atravesaron salones y patios interiores, recorrieron pasillos. Los corsarios que vivían en el Arca Negra les miraban; algunos con curiosidad, otros con desgana, y unos cuantos con aversión mal disimulada... Pero ninguno les impidió el paso. Reconocían el blasón de la serpiente sobre fondo rojo que llevaba el portaestandarte personal de Karanthir, siempre a su lado. Las noticias corren rápido en las ciudades pequeñas, y eso es lo que es un Arca Negra al fin y al cabo: todos sabían que un Verakh iba a sustituir al actual capitán, por orden de Morathi. Ni siquiera la guardia personal del capitán movió una ceja mientras el druchii suplicaba clemencia, ni tampoco cuando fue arrojado desde la plataforma al suelo del puerto, quedando convertido en una mancha sanguinolenta irreconocible.
Karanthir aún no gozaba de la confianza de los miembros de la Flota sin Nombre, de alto ni bajo rango. Ninguno de ellos trató de asesinarle por miedo a incurrir en la ira de Morathi, pero tampoco le obedecían de buena gana ni con la presteza que él requería. Ajustició a cuatro de los capitanes de las distintas naves de la flota, pero ni así consiguió el respeto de los demás. Se burlaban de su manía -espoleada por el capitán Tryshyk- de estudiar las costumbres y la cultura de los pueblos cuyas tierras iban a sufrir sus incursiones. Despreciaban el lujo con el que vestía, y consideraban una presunción que hubiera hecho colgar de todos los balcones, plataformas y torres de la Silencio estandartes con el símbolo de los Verakh. No consideraban que la flota fuera suya para comandarla, ni que su puesto fuera merecido. Sólo unos pocos habían sido leales y habían ayudado a Karanthir a ir reuniendo poco a poco en sus manos los hilos del poder de la Flota sin Nombre. El primero de ellos, Myrvael, era un asesino enviado en secreto por Morathi para ayudarle. Karanthir dudaba de que su lealtad a él como comandante fuera tan grande como la que tenía al dinero, pero había demostrado ser un recurso de valor incalculable a la hora de reunir información y de saber qué se rumoreaba entre la tripulación. Por supuesto, también había demostrado su valor como encargado de apagar los fuegos de la rebelión antes de que las llamas se alzaran demasiado, instaurando un clima de saludable paranoia y desconfianza entre los potenciales traidores que había demostrado ser útil.
Otro de sus hombres de confianza era su portaestandarte personal, el mismo que había entrado en la Silencio a su lado llevando bien alta la bandera de los Verakh, sin amedrentarse ante los ojos hostiles que le seguían. Su nombre era Serthiar, y era fácilmente reconocible: era alto, incluso para un elfo, y de espaldas anchas. Su voz era profunda, y sus ojos verdes mantenían la mirada de nobles y soldados por igual. Pese a su tamaño se movía con una agilidad asombrosa, y Karanthir lo tenía siempre cerca. Era su guardaespaldas y su heraldo en la flota, a través del cual hablaba y oía. Su lealtad era incuestionable; por lo que Karanthir sabía, nadie le pagaba lo suficiente como para que no lo fuera.
El tercer hombre era el capitán Tryshyk. Estaba al mando del Hierro Helado, un palacio encadenado en la espalda de una inmensa serpiente marina y protegido por los más potentes encantamientos, lo que le permitía pasar la mayor parte del tiempo sumergido en las profundidades negras y frías del océano. Tryshyk era jovial, y no era de familia noble. Había conseguido ascender por el escalafón de mando de la Hierro Helado a base de una combinación interesante de competencia estratégica y asesinatos igualmente estratégicos. A Karanthir le gustaba oír sus historias de saqueos y pillajes por todo el mundo: de todos los capitanes de la Flota sin Nombre, él era el más experimentado. Había recorrido todo el mundo, desde el Imperio hasta Catai, pasando por Lustria e incluso la propia Ulthuan. Siempre tenía algo que decir, y sus consejos eran muy útiles para Karanthir, que en más de una ocasión le había pedido opinión sobre sus planes de campaña. Karanthir solía entregarle el mando de algún regimiento cuya labor durante la batalla fuera a ser clave, y había conseguido no fallar ni una sola vez en su cometido durante los cinco años en que el noble Verakh llevaba al mando. Sin embargo, Karanthir no se hacía ilusiones: sabía que Tryshyk le era leal sólo porque quería serlo. Ya era inmensamente rico gracias a sus siglos de pillaje, por lo que su afecto no podía comprarlo con dinero, no tenía miedo a las familias nobles porque había trepado por sus cadáveres para llegar a la cima, y no temía a Malekith o Morathi porque todo su mundo estaba en la Hierro Helado, que era su pequeño reino. Si cualquiera de los dos gobernantes decidiera ponerse en su contra, se sumergiría y volvería a la superficie lejos, con poco más que un encogimiento de hombros.
El cuarto miembro del pequeño consejo de Karanthir era la hechicera Roshakk. Era verdaderamente extraña, incluso para lo habitual en una hechicera Druchii. Las malas lenguas de la Flota sin Nombre decían que había sido incapaz de controlar la magia que fluía por su cuerpo durante una batalla, sufriendo una disfunción que estuvo a punto de matarla y quemó todo el pelo de su cuerpo. Durante semanas estuvo inconsciente, atendida por otras hechiceras mientras su espíritu vagaba por el Reino del Caos, asustado y vulnerable ante los demonios que allí moran. Cuando despertó se negó a decirle a nadie lo que había visto o cómo había vuelto, pero nunca fue la misma. Se decía que antes de la disfunción era ruidosa, siempre riendo o gritando, propensa a ataques de ira... Karanthir no podía saberlo porque no la había conocido en ese momento, pero se le hacía difícil el creer que esa criatura silenciosa y blanca, de aspecto frágil y etéreo, hubiera sido en algún momento una hechicera normal, con su característica irascibilidad. Efectivamente, Roshakk jamás alzaba la voz ni parecía alterarse. A Karanthir le impresionó especialmente el hecho de que, durante la batalla, lanzara sus potentísimos hechizos con sólo murmullos, sin los gritos y maldiciones que tan comunes eran en las demás hechiceras. Roshakk parecía una isla de calma devastadora en medio de la vorágine de la batalla, destrozando los cuerpos y espíritus de sus enemigos sin tan siquiera alterar su expresión o fijar su mirada gris en ellos mientras su túnica flotaba, impulsada por los vientos de la magia que bullían a su alrededor. Durante los consejos Roshakk hablaba poco, pero había demostrado ser una augur excelente, leyendo los presagios en los vientos de la magia con una claridad sorprendente. En cuanto a su lealtad, Karanthir sospechaba que la hechicera no era leal a nadie, porque sencillamente nada le importaba. Paseaba por la Silencio durante el día, ausente, y los supersticiosos corsarios apartaban la mirada, porque para ellos era “Roshakk la Maldita”, o “la Muerta”. Karanthir no sabía si ella conocía esos nombres. Lo que sí sabía de sobra era que, si los conocía, no le importaban lo más mínimo.
Por último, se había añadido un quinto miembro hacía dos años: un emisario de su padre, un elfo de pelo plateado y movimientos armoniosos. Su belleza era legendaria en toda la Flota sin Nombre. Le llamaban Mish’kar el Hermoso. Siempre sonreía, y la perfección de sus rasgos casi dolía cuando se vestía para alguna de las numerosas fiestas que Karanthir daba en la Silencio. Karanthir no sabía muy bien si lo adoraba o lo odiaba, pero reconocía que su lengua rápida y su ingenio brillante le habían salvado en muchas conversaciones peligrosas de las que se tienen con los otros nobles; esas que son todo un torneo de esgrima dialéctica que puede acabar hiriendo tan profundamente como la espada más afilada. Voronthir lo había enviado a su hijo como diplomático para ayudarle en sus relaciones con los demás almirantes de otras flotas, y para que sirviera de enlace con Aarthrond. Según decía el patriarca Verakh, era un pariente lejano de su consejera Kersheii, la de los cabellos también plateados y los andares felinos que Karanthir recordaba tan bien. De hecho, recordaba su aspecto, su voz -esa voz- y poco más. Por mucho que lo intentase jamás conseguía recordar cómo o cuándo había pasado a ser la consejera de su padre, ni de dónde había venido. Pero a veces soñaba con ella, y se levantaba desasosegado e inquieto, como borracho, sin recordar nada más que la sonrisa depredadora de Kersheii entre nieblas espesas de incienso y música demente.
Karanthir sabía que los ojos de Kersheii, y por tanto también los de su padre, le observaban a través de Mish'kar. Lo que no comprendía del todo era cómo transmitía sus mensajes, pero suponía que tendría alguna pequeña embarcación cuyo capitán había sobornado, que hacía el viaje desde donde estuvieran hasta Aarthrond las veces que hiciera falta. No debía de ser un viaje fácil, dado que la Flota sin Nombre no se detenía en el mismo sitio nunca. En los cinco años que llevaba Karanthir al mando, habían saqueado la costa oriental de Lustria, circunnavegado Ulthuan cazando flotillas de Guardia del Mar, y atacado la costa de Catai e Ind varias veces, capturando esclavos. Con el viento salado en la cara, Karanthir pensó con amargura en el hecho de que ninguna batalla en estos cinco años había conseguido reportarle el respeto de su ejército. La costa oriental de Lustria no tiene ciudades importantes y se habían limitado a saquear templos abandonados cercanos a la costa, siendo ocasionalmente molestados por pequeños contingentes de Hombres Lagarto, que habían sido despedazados de forma sumaria. Las flotillas de Lothern eran rápidas y ligeras, pero no eran rival para una inmensa flota que contaba con más monstruos marinos que barcos: sus serpientes y dragones marinos habían destrozado y hundido los barcos que la artillería de la Silencio no había destruido. Catai e Ind eran naciones poderosas, pero conocían la forma de atacar de los Druchii, y sus augures habían presentido a la Flota sin Nombre con el suficiente tiempo como para que los habitantes abandonaran las ciudades antes de que ellos llegaran, dejando sólo calles y palacios vacíos. Sólo habían quedado los que eran demasiado orgullosos, viejos o jóvenes para huir. Esclavos, sí, pero pocos.
-Lo que necesito -se dijo a sí mismo en voz baja- es un triunfo de verdad. No arrasar aldeas de pordioseros, no robar templos vacíos. Serthiar -llamó a su portaestandarte, que estaba una centena de metros detrás de él, como siempre, vigilando-. Envía un mensaje a Tryshyk, hoy comeremos en la Hierro Helado. Avisa también a Mish’kar y Roshakk. Tengo algo que proponer.
-Como ordenéis, señor.
Karanthir vio alejarse a Serthiar con zancadas seguras hacia el interior de la Silencio, ladrando órdenes a los soldados que se iba encontrando por el camino. A él le respetan -se dijo Karanthir- y no ha hecho nada para ganárselo, más que obedecer cuando le ordeno algo. Esto tiene que cambiar.
AMOOR siii!!! Viiiiiiiva y por cierto :_) gracias
ResponderEliminarjajaja... De nada. Por cierto, si alguna vez tienes sugerencias o algo, ponlas por aquí :)
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