jueves, 2 de diciembre de 2010

La Casa Verakh: séptimo y último capítulo de la primera parte

La batalla ha terminado, y ahora N'Deva reclama su premio...

VII

Durante todo el día Aarthrond se recuperó de la batalla. Se contaron los cadáveres, se curaron heridas y se contaron historias. Pero de todas las anécdotas de la batalla ninguna fue tan comentada ni repetida como la de Lord Verakh cargando en solitario contra el inmenso Devorador de Almas y asesinándolo con un sólo golpe de su lanza. La guarnición estaba encantada: su general era un guerrero poderosísimo. Eso significaba más posibilidades de vencer y, por lo tanto, más posibilidades de saquear y capturar esclavos.
Los Demonios no dejaban demasiados restos de su paso ni siquiera cuando eran derrotados. Nadie quería quedarse con restos de sus cuerpos, porque incluso muertos transmitían una peculiar sensación de desasosiego. Todos los cuerpos de los Desangradores se apilaron en el centro del patio interior de Aarthrond, esperando para el festejo que Kelebrian había prometido a los supervivientes. Pero la cabeza de Rhan’khratak había sido cuidadosamente transportada a la sala de recepciones (poco más que un salón grande, en realidad), donde descansaba sobre la mesa larga que ocupaba el centro de la habitación. Alrededor de ella, la familia Verakh al completo estaba sentada en silencio. Se miraban unos a otros, emocionados, sonriendo. Karanthir aún no había llegado; según parecía, estaba hablando y festejando con sus jinetes. A Voronthir le daba mala espina: su hijo había salido antes de la batalla con unos exploradores a caballo a hostigar los flancos del ejército de los Demonios. Sin embargo, no había vuelto hasta dos horas después de que Rhan’khratak cayera. Según él, habían tenido que huir de unos Mastines de Khorne, unas bestias horribles que les persiguieron hasta que de pronto se volatilizaron. Uno de los exploradores, de hecho, no había vuelto. Según Karanthir había caído, su caballo y él devorados vivos por los mastines. Voronthir no sabía si creerle, pero fingió que era así. Al fin y al cabo, su hijo nunca había demostrado cobardía en la batalla.
Ymircha vomitó por tercera vez en el suelo.
-Por Khaine, hermanita -dijo Mekheret con veneno en la voz-, si no soportas el vino tal vez deberías beber agua...
-Cállate, zorra -le contestó Ymircha, limpiándose la boca con el dorso de una mano fina y aristocrática-, Si hubieras estado a punto de morir arrollada por esos... esos... bueno, esas cosas, también querrías beber hasta olvidarlo.
Kelebrian rió y palmeó la espalda de su nieta, que trataba de mantener la compostura y no atragantarse con el vino.
Entonces las puertas se abrieron, y entró Karanthir, visiblemente borracho. Una figura esbelta y envuelta en una capa con capucha le traía prácticamente en volandas, aunque si no se prestaba demasiada atención parecía que simplemente iban tomados de la cintura. Karanthir balbuceaba y reía por lo bajo.
-¡Quién sois vos! ¡Cómo osáis entrar en esta sala sin el permiso de mi padre! -rugió Mekheret, levantándose y sacando una daga curva de aspecto malvado de su bota.
La figura ni siquiera miró. Sentó a Karanthir en la silla más cercana, haciendo caso omiso de la amenaza que implicaba el rostro indignado de Voronthir y la ira de su hija. Las hechiceras parecían hipnotizadas por la figura de la capucha. Voronthir se levantó.
-Basta ya, desconocido. Muéstrame tu rostro. Soy el señor de Aarthrond, y me debes obediencia.
La figura levantó sus manos enguantadas hasta la capucha y descubrió su cara, poco a poco. La tela retirada reveló primero una frente despejada y el nacimiento del pelo en forma de pico de viuda. Era un pelo blanco reluciente, no gris claro como el de algunos druchii: blanco deslumbrante, como hebras de plata pulidas. Una diadema de plata engarzada con una joya negra con reflejos morados ceñía la frente. Unos ojos inmensos, de un intensísimo azul pálido, parecían refulgir bajo unas cejas blancas cuya curva era tan perfectamente desdeñosa que parecía capaz de hacer llorar a hombres curtidos con un simple movimiento. Voronthir descubrió que la mirada le resultaba familiar. Luego vio la boca: unos labios llenos, sensuales, con una sonrisa sarcástica perpetuamente fija en ellos. Esa boca era como una copa en la que religiones enteras podrían disolverse como una perla en el vino de un emperador decadente. Seguía resultándole familiar el conjunto, pero no estuvo seguro hasta que no oyó esa voz, que era a la vez veneno y sirope, surgir del bellísimo rostro de la elfa.
-Vamos, niño elfo... Después de lo de esta mañana esperaba algo más de amabilidad por vuestra parte, la verdad.
-¡N’Deva! -dijo Mekheret
-La misma, cariño. ¿Te gusta mi traje de elfa? -el Demonio dio una vuelta completa, como para que la miraran desde todos los ángulos. Mientras lo hacía, la túnica con capucha se convirtió en un vestido largo negro con incrustaciones de piedras brillantes negras. Las mangas y el cuello del vestido que ceñía la garganta de la falsa Druchii eran de plumas auténticas de cuervo. Su brillo acerado combinaba a la perfección con el blanco pelo de N’Deva, ahora repentinamente recogido en un complicado moño. Voronthir la miraba con la boca abierta, y las dos hechiceras parecían a punto de aplaudir. Mekheret estaba embelesada y por su parte, Karanthir parecía más pálido de lo habitual. N’Deva avanzó hacia la cabeza cortada del Devorador de Almas. Sus pies parecían flotar. Tomó la cabeza entre sus brazos y la acunó con fingida ternura. Entonces, bajo al principio y cada vez más alto, comenzó a reír, un sonido armonioso y ligero. Comenzó a dar vueltas, como si bailara con la cabeza cortada del Demonio, sin parar de reír, hasta que la arrojó de nuevo sobre la mesa. Después se sentó a la derecha de Voronthir, totalmente tirada en la silla, con una de las piernas pasada sobre el reposabrazos.
-Sabes a qué vengo, ¿verdad, niño elfo?
-Vienes... -titubeó Voronthir- Vienes a ser mi consejera, ¿no?
-Muy bien -N'Deva sonrió, una imagen que sería absolutamente encantadora para los que no supieran qué había debajo de ese rostro-. No me gusta empezar tarde, así que te daré mi primer consejo: expulsa a tu hijo de Aarthrond.
-¿Qué? -Voronthir estaba asombrado e indignado. El demonio pedía demasiado. Miró a su hijo, que parecía totalmente libre de los efectos del alcohol y miraba a la mesa.- ¿Por qué?
-Oh... -ronroneó N’Deva- Te diría que le preguntaras a él, pero eso demoraría el momento de la despedida, y no puedo esperar a verlo -sonrió como un cuchillo-. ¿No te intriga que tu hijo llegara tan tarde a tu victoria? Yo te puedo explicar lo que ha ocurrido. Él te ha contado sólo la mitad. Sí, fue perseguido por mastines de Khorne, pero esos mastines no seguían las órdenes de mi amigo aquí presente -palmeó la cabeza cortada de Rhan’khratak.- Esos mastines seguían mis órdenes. Sentí a tu hijo antes de verle, sentí su frustración, su ira. Él quería venderte, Voronthir. Quería cabalgar hasta Naggarond y desvelar nuestro pequeño trato a tu rey, pidiendo para sí las rentas y posesiones de la casa Verakh.
La sangre de Voronthir hervía en sus venas. Sabía que uno de sus hijos le traicionaría, y sabía que no había prestado mucha atención últimamente a Karanthir, pero esperaba que el primer cuello que la traición le obligara a cortar fuera el de la insoportable Ymircha. N'Deva continuó, saboreando el momento.
-Mis mastines le obligaron a volver a Aarthrond, aunque hice que le cazaran durante un buen rato, incluso después de que Rhan'khratak cayera. Pero Voronthir, eso no es todo... Tu hijo les ha contado a sus jinetes todo. Esos jinetes estaban en la taberna, elfo. Hay que decidir qué hacer con tu hijo mayor. -Apoyó un codo en la mesa, y su mentón en la mano, fingiendo pensar. Demasiado bien sabía Voronthir que N'Deva había tenido algo que ver en eso, y que ya sabía de sobra lo que iba a decirle a él incluso antes de que Karanthir ensillara a su corcel esa mañana.
-Habla, demonio. -dijo en un tono de voz cansado pero imperioso.
-Claro que sí, milord... Creo que vuestro hijo debería ir a servir a un Arca Negra. Enviadlo al mar, donde no será un peligro para esta familia. Que se enriquezca y nos traiga esclavos y soldados... Que su nombre brille con el apellido Verakh.
-¿Pretendes que recompense su traición con la posibilidad de enriquecerse y traicionarme desde lejos, donde mi mano no le alcance? No -dijo Voronthir mientras sacaba una daga- antes lo mato aquí mismo. Rápido y sin dolor, como corresponde a mi hijo, pero este... este imbécil -escupió la última palabra mirando a Karanthir, que no conseguía levantar la vista de la mesa- no merece enriquecerse. Si al menos hubiera tenido éxito traicionándonos... Pero ni eso hace bien. ¡Qué vergüenza!
-Tranquilo, milord... No se irá sin un castigo. Y no podrá traicionaros: yo me encargaré de eso. Mirad.
Con un gesto fluido, N'Deva se puso en pie y caminó hacia Karanthir, que la miraba con alarma creciente. Cuando estaba aún a cinco pasos, el joven druchii desenvainó su espada, pero de pronto N'Deva estaba detrás de él, con las manos puestas suavemente en sus sientes, sus ojos mirando por encima del hombro del joven Verakh.
-Tranquilo -dijo, en un susurro- Confía en mí...
De pronto, los ojos de Karanthir quedaron en blanco y cayó desmayado. N'Deva se apartó, sonriendo. Kelebrian y Voronthir hicieron ademán de levantarse, pero N'Deva les detuvo con un gesto. A los pocos segundos, Karanthir se puso en pie dificultosamente, y miró su espada en el suelo sin comprender. Se inclinó, la recogió y miró a su familia de forma interrogante. Ante la mirada intensa de Voronthir se removió inquieto.
-¿Qué? ¿Qué ocurre? ¿Tengo algo en la cara? -les espetó- ¿Qué hacemos aquí? ¡Vamos a festejar con los hombres!
-Cierto -dijo N'Deva con una sonrisa radiante, mientras caminaba casi flotando hacia él-, mi señor tiene razón. Deberíamos celebrar nuestra victoria y su marcha como corresponde.
-Sí - dijo Karanthir, mirando con lujuria a N'Deva- deberíamos... celebrarlo. ¡Vamos, padre! Los hombres están ansiosos de corear tu nombre a gritos. ¡La forma en la que has matado a ese monstruo... por Anath Raema, si hasta su cabeza muerta da miedo! -se acercó a su padre y le palmeó en la espalda.

Voronthir estaba confuso: su hijo jamás se había comportado de una forma tan expansiva con ellos, al menos no desde hacía muchos años. Desde que había empezado a dejarlo de lado por su comportamiento irreflexivo, y se había centrado en su hermana. Ahora, ese mismo joven taciturno que ocasionalmente gritaba como un crío mimado abrazaba entusiasmado a Mekheret, cuya cara de sorpresa era casi cómica, mientras canturreaba algo sobre cortar cabezas de demonio y sacar entrañas. N'Deva le guiñó un ojo, y lo comprendió. ¡Karanthir no recordaba nada! No sabía nada de su trato con los Demonios, y de alguna manera que él no comprendía, el Guardián de Secretos había conseguido que la perspectiva de embarcarse en un Arca Negra fuera algo deseable para él. Verdaderamente, pensó, el poder de esta criatura va más allá de lo que comprendo. Entonces recordó un detalle.
-Y dime, Karanthir... -dijo, interrumpiendo la charla entusiasmada de su hijo.
-¿Sí, padre?
-¿Qué ha ocurrido con tus jinetes?
Karanthir escupió en el suelo.
-¡Esos malditos traidores! Como te estaba contando, padre, mientras cabalgaba con ellos hacia los flancos del ejército del Devorador les oí tramar mi asesinato y el tuyo. ¡Conspiraban contra la familia Verakh, querían matarme y huir de Aarthrond! -Voronthir parpadeó, agradablemente sorprendido.
-Perfecto, hijo mío. Y dime, ¿qué sugieres que hagamos con ellos?
-¡Animarán las fiestas de esta noche, padre! Les mandé apresar en cuanto volvimos a Aarthrond. Ya sé cuánto le gustan a Kersheii los esclavos -dijo, mirando a N’Deva con una media sonrisa galante-. Son mi regalo de despedida para ella.
Todos miraron sorprendidos a su alrededor, unos a otros. ¿Kersheii?
-Gracias, mi joven señor -dijo N’Deva con una reverencia elegante-, como de costumbre, no merezco vuestras atenciones.
A punto estuvo Voronthir de poner los ojos en blanco: obviamente, Kersheii era el nombre élfico que N’Deva había adoptado, e incluso en el momento en que estaba revolviendo en la mente de su hijo había sentido la necesidad de introducir un romance falso entre él y la consejera de su padre. Tomó nota del orgullo de la criatura, por si le era útil en algún momento. Con un gesto elegante, Kersheii se acercó a Karanthir y le agarró del brazo. Juntos caminaron hacia la salida, seguidos por el resto de la familia Verakh.

Según le comentaron sus soldados después, Karanthir había entrado en Aarthrond de la mano de Kersheii, aparentemente borracho ya, acompañado de sus jinetes. Habían bebido aún más en la cantina de Aarthrond, y cuando Kersheii se llevó casi a rastras a Karanthir, los jinetes que habían estado bebiendo con ellos habían caminado, como en sueños, hasta uno de los calabozos. Kersheii había dicho al interrogador y carcelero, Myrien, que les encerrase por alta traición. Cuando el interrogador le preguntó quién era ella para darle órdenes, ella le enseñó un anillo con la serpiente Verakh grabado, y le dijo que era la nueva consejera. Myrien lo había considerado muy extraño, pero ante la perspectiva de ofender a su señor encerró a los jinetes, que seguían comportándose como sonámbulos, y le dio la llave a Kersheii. En cuanto ella salió, acompañada de Karanthir, los presos habían comenzado a gritar pidiendo explicaciones.
-Todo es muy raro, Lord Verakh -le había dicho el elfo, retorciéndose las manos-, pero si eran traidores de verdad no podía arriesgarme a dejarles marchar.
Voronthir asintió, pensativo. El demonio se había dado mucha prisa y había cerrado la única fisura que había abierta en su mascarada. Pero también se había dado mucha prisa en tomar las riendas de todo: todos los soldados miraban pasar a su consejera con deseo en los ojos, y él mismo se sorprendió más de una vez siguiendo con la vista la curva de su cuello mientras caminaban, la forma en que sus caderas se movían de un lado a otro con cada paso. Indudablemente era peligrosa, mucho. Pero también era una herramienta tan poderosa en manos de los Verakh que Voronthir no podía creer la cantidad de posibilidades que abría para ellos. Como si le oyera pensar, Kersheii le miró por encima del hombro, y sonrió. Voronthir se sorprendió a si mismo devolviéndole la sonrisa.

Aquella noche, la sangre de los jinetes regó la plaza de Aarthrond. Las dos hechiceras sacrificaron a uno cada una, extrayéndoles los corazones cuando aún palpitaban, y arrojándolos a los soldados que se peleaban por conseguir un trozo: todo Druchii sabe que el corazón de un traidor, convenientemente desecado y oculto entre las placas de las armaduras, protege contra las flechas.
Pero fue Kersheii la que hizo temblar a la multitud: subió al improvisado estrado de madera entre el rugido de aprobación de los soldados, cubierta por una túnica de un rico rojo oscuro, silenciosa, digna. Entonces dejó resbalar la túnica de sus hombros. Su piel blanquísima centelleó bajo la luz de las antorchas, su pelo una cascada de plata que refulgía. Los soldados quedaron en silencio. La familia Verakh, en sus asientos de honor, contuvo el aliento. Y entonces vieron las dagas en las manos de Kersheii. Ella se puso entre los dos cautivos, y les miró a los ojos. Incluso desde lejos sus ojos eran magnéticos, brillaban como si dentro de ella hubiera mil estrellas atrapadas. Primero regaló a uno de ellos los cortes más hermosos. Se movía despacio, sinuosamente, casi bailando. Pero empezó a acelerar el ritmo enseguida, y aunque era obviamente imposible, todos los que estaban allí jurarían después que en un momento había parecido que tenía más de dos brazos. La sangre saltaba, y al caer dibujaba filigranas en el suelo. Arrancó los dos corazones a la vez, latiendo casi simultáneamente... y luego hizo bailar a los cadáveres como si fueran marionetas, cosa que hizo reír como locos a los soldados. Pero los corazones no los arrojó: se los tragó enteros, ambos, distendiendo las mandíbulas de una forma asombrosa. Luego, con una sonrisa espantosa, centelleante de sangre que la cubría hasta los pechos y los antebrazos como si fueran guantes, miró a Voronthir e hizo una reverencia. Los soldados estallaron en aplausos y vítores. N’Deva levantó la cabeza y, a pesar del ruido, Voronthir la oyó como si le susurrara al oído:
-¿Estás contento, niño elfo? Esto es sólo el principio.

Ambos sonrieron.

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