martes, 16 de noviembre de 2010

La Casa Verakh, sexta parte

La guerra llega a Aarthrond. ¿Cumplirá N'Deva su promesa?

VI

A la mañana siguiente Aarthrond era un hervidero de Elfos corriendo arriba y abajo, preparando sus armaduras y escudos, sacando filo a las lanzas y elevando plegarias a Khaine: Lord Verakh les había dicho que las hechiceras habían visto el futuro y habían presentido una invasión de Demonios. Todos los Druchii de Aarthrond eran perfectamente conscientes de que no iban a resistir demasiado tiempo, incluidos los Verakh, por lo que habían enviado un emisario a Naggarond para pedir refuerzos. Sin embargo, Voronthir no confiaba en que la ayuda llegase a tiempo; ahora le parecía meridianamente clara la intención de Malekith. Le había enviado a un páramo helado donde las incursiones eran frecuentes o al menos esperables, con una guarnición mínima. No movería un dedo para ayudarle. La familia Verakh era un estorbo, un recordatorio de una derrota humillante, y la constante propaganda bélica de Naggarond no cuadraba demasiado bien con su existencia. El único motivo por el que no habían asesinado directamente a todos los Verakh era la amistad que unía a Kelebrian con Morathi desde hacía siglos. Malekith no desafiaría a su madre matándoles directamente, pero nadie podría culparle de un accidente bélico.
Ocupado en estos pensamientos, Voronthir observaba a uno de sus esclavos Asur bruñir su armadura negra. La batalla del día siguiente era vital. Para todos.

Esa noche, la guardia de Aarthrond no durmió lo más mínimo. La noche era inusualmente clara, y las dos lunas se veían cercanas, ominosas. Por primera vez desde que habían llegado, no nevaba. El aire estaba quieto. Todo el valle en el que estaba Aarthrond contenía el aliento. De pie ante sus soldados, en el patio interior del baluarte, los Verakh aguardaban con el corazón en un puño. Su futuro, tanto en un sentido literal como figurado, pendía del fino hilo que suponía la palabra de un Guardián de Secretos.

Cuando apenas quedaba una hora para el amanecer y los más incautos de los soldados dormitaban de pie, rendidos por el agotamiento y el miedo, se oyó un cuerno en la distancia. Un sonido ominoso, cargado de amenaza. Todos los soldados sintieron un escalofrío recorriéndoles la espalda, mientras el aire se llenaba del olor de la sangre. Un segundo cuerno sonó en respuesta al anterior, y luego otro y otro más. Se acercaban. Voronthir se puso el yelmo de enormes cuernos que le cubría la cara por completo, pidiendo a su esclavo con un gesto que le acercase a Krimroth. Cuando lo hubo hecho, Voronthir se subió a su gélido albino y se paseó por delante de sus soldados formados en regimientos mientras se dirigía a ellos. El casco hacía que su voz grave sonase metálica, amplificándola de forma que resonaba por todo el patio.
-¡Druchii! Lo que oís son los cuernos de los Desangradores, demonios que os arrancarán el corazón y se bañarán en vuestra sangre. Lo que oléis es la sangre de sus víctimas cubriendo sus cuerpos malditos. Pronto la tierra temblará bajo las pezuñas de sus bestias metálicas, cada una de las cuales podría aplastar un regimiento entero. Detrás de ellos viene su líder: un Devorador de Almas, una criatura cuya propia existencia sólo responde a un motivo: destruir, aplastar y desmembrar todo lo que tenga por delante. Al lado de estos demonios de Khorne vienen los hijos de Slaanesh, que harían exactamente lo mismo que sus primos rojos, pero disfrutando con ello, regodeándose en vuestro dolor, embrujándoos con engaños -sonrió por debajo del casco- . Además, estaremos en una clarísima inferioridad de número y efectividad.  Nos arrollarán como una ola arrolla un castillo de arena. No somos rivales para ellos. -los soldados se removieron en sus sitios, asustados. Voronthir alzó aún más la voz- Pero aún así os garantizo que ganaremos. Y os garantizo otra cosa: cada uno de vosotros que retroceda un sólo paso ante los demonios se enfrentará a mí, y os juro por Khaine que lo que yo os haga os hará desear que os hubieran matado los demonios. Ahora coged las armas y avanzad. ¡Avanzad! ¡Nos bañaremos en la sangre apestosa de esos demonios! ¡Aarthrond prevalecerá!

Todos los soldados corearon el grito de su señor, levantando las lanzas o ballestas. Las puertas se abrieron, y dos regimientos de lanceros desfilaron, cantando canciones de dolor y sangre, al exterior. Su misión era recibir el asalto frontal de los Demonios ante la puerta, aguantar todo lo posible. Los ballesteros se situaron sobre la muralla, el sudor metiéndose en sus ojos, mirando a la lejanía. El lanzavirotes estaba situado justo encima de la puerta, preparado para atravesar con sus enormes flechas del tamaño de un elfo a cualquier monstruo demoníaco que apareciera a su alcance. Los Caballeros Gélidos de Voronthir salieron también, situándose tras los lanceros para esperar el momento adecuado para efectuar una carga demoledora. Unos cuantos exploradores a caballo, liderados por Karanthir, habían partido para hostigar las líneas enemigas antes de que llegaran, tratando de debilitar la horda lo más posible. Kelebrian e Ymircha formaban junto con los lanceros, que trataban de mantenerse lejos del alcance del dragón de la hechicera más joven, que lanzaba mordiscos a todo el que se pusiera cerca, enloquecido por el olor a sangre. Mekheret, disgustada por la pérdida de su montura, estaba junto con la dotación del lanzavirotes, dando pequeños paseos circulares como un animal enjaulado, frustrada por no poder estar entre los Caballeros Gélidos.

Durante unos minutos no ocurrió nada. El aire se espesaba con el olor a sangre y una nota dulzona que añadía la llegada de las Diablillas. El suelo comenzó a vibrar bajo la marcha de cientos, tal vez miles de pies inhumanos, y en la lejanía resonaban los cánticos guturales de los Desangradores y los aullidos extáticos de las Diablillas. Entonces Mekheret dio la voz de alarma: en el cada vez más claro horizonte asomaba algo. Era un estandarte ensangrentado. En cuestión de segundos, hasta quince estandartes más ondeaban en el horizonte, y las formas imprecisas de los demonios comenzaban a insinuarse. Los capitanes Druchii recorrían las líneas de sus regimientos manteniendo firmes a los soldados, temblorosos y asustados. Los Demonios ya estaban cerca, y el lanzavirotes disparó su primera andanada. Las inmensas flechas volaron cientos de metros, ensartando a cinco Desangradores. Los Elfos vitorearon, pero los gritos de alegría se congelaron en sus gargantas cuando un inmenso Devorador de Almas levantó el vuelo de entre sus filas: su armadura de bronce cubría un cuerpo musculoso y cubierto de sangre, sus alas coriáceas batían el aire pesadamente. Su enorme boca de perro se abrió en un aullido de rabia que helaba la sangre, y se lanzó hacia adelante, acercándose a una velocidad vertiginosa a la muralla de Aarthrond. Mekheret volvió a gritar, y el lanzavirotes disparó un sólo proyectil con una fuerza inmensa, que se clavó en el pecho del Devorador, lanzándole hacia atrás sobre los regimientos de Demonios que le seguían, quedando inmóvil en el suelo. Los Elfos volvieron a gritar entusiasmados, pero sus gritos se vieron eclipsados por el sonido de la Horda Demoníaca que se acercaba. Los Desangradores se lanzaron contra los lanceros, con toda semblanza de orden perdida ante la matanza inminente, deseando saborear la sangre de los elfos. Sus espadas gritaron también mientras chocaban contra las disciplinadas filas de lanceros. Muchos Desangradores cayeron ensartados por las crueles lanzas Druchii, pero no los suficientes. Pronto, las horribles bestias cortaban cabezas y brazos a diestro y siniestro. Las elegantes armaduras élficas no podían resistir los filos de las espadas demoníacas de los Desangradores. La moral del regimiento comenzó a menguar mientras los cadáveres se amontonaban entre charcos de sangre y miembros cortados. Entonces, los hechizos de Ymircha y Kelebrian comenzaron a hacer su efecto: devastadores rayos negros vaporizaban a los Desangradores, y tentáculos vaporosos los asfixiaban. La primera oleada de Desangradores cayó abatida por la acción conjunta de las lanzas, las ballestas y la magia de los defensores de Aarthrond, pero el descanso fue breve: antes de que el último de los Desangradores tocara el suelo, el sonido de los cuernos de bronce de los Aplastadores resonó contra la muralla, y cinco enormes Juggernauts se lanzaron, vomitando vapor y humo negro, contra el regimiento de lanceros en el que Ymircha se encontraba. Ella, al ver a las bestias acercarse, cogió por el cuello al elfo a su lado y, gritando encantamientos, le rajó la garganta con su daga. Un humo gris comenzó a salir del cuerpo decapitado y gorgoteante del elfo, y creció según Ymircha continuaba entonando el encantamiento. Con un grito final, Ymircha lanzó el humo contra las bestias de bronce, convirtiendo a tres de ellas en un amasijo de metal y carne demoníaca humeante en el suelo. Las otras dos, con sus jinetes Desangradores, continuaron avanzando con aún más rabia. Justo antes de que chocaran con el regimiento, Ymircha escapó saltando lateralmente. Las dos bestias arrasaron al regimiento entero, aplastando bajo sus cascos a la mayoría y ensartando a los que quedaban con sus cuernos y las espadas de los Desangradores, antes de ser abatidas por una lluvia de virotes y hechizos de Kelebrian.
Voronthir miraba desde la retaguardia, preguntándose qué ocurría con N’Deva. ¿Dónde estaba el Guardián de Secretos? ¿Les habría traicionado?
Justo en ese momento, amaneció. El Sol asomó sobre el horizonte, por detrás de la horda de Demonios, y recortada contra su luz la enorme silueta de N’Deva apareció, sinuosa e impresionante. Se acercaba a una velocidad apenas concebible, rodeada de Diablillas montadas en curiosas bestias bípedas, que gritaban y jugaban riendo alocadamente. En los flancos de su avanzadilla, los enormes y airosos Diablos correteaban sobre sus extrañas patas, chirriando en tonos que hacían a los elfos marearse. Voronthir sintió pánico: en esa segunda oleada sólo veía más destrucción para sus soldados. Y entonces cayó en algo básico, algo evidente: las Diablillas que venían con los Desangradores habían desaparecido. Ninguna Diablilla había atacado a un Elfo. Así pues, este asalto de los demonios de Slaanesh era una farsa, N’Deva estaba actuando de cara a la guarnición druchii y a su compañero el Devorador de Almas.
El Devorador de Almas Rhan’khratak sospecha de mí, niño elfo. Mátalo.
Voronthir estaba confuso. ¿Acaso no había abatido el lanzavirotes al Gran Demonio?
No. Sigue vivo. Observa.
Voronthir miró al enorme cuerpo caído del demonio para ver cómo sus músculos volvían a tensarse. Con dificultad, el monstruo se puso en pie. Alzando su hacha en dirección a Voronthir, gritó:
-¡Cobarde! ¡Ven, enfréntate a mí cara a cara, patético mortal!
Percibiendo la aprobación de N’Deva, Voronthir espoleó a Krimroth, pasando a través de los lanceros, seguido por sus Caballeros. Les hizo un gesto con la mano para que le dejaran enfrentarse sólo a la criatura. Como respuesta, sus Caballeros desviaron ligeramente a sus monturas, cargando por el flanco a un regimiento de Desangradores que, pillados por sorpresa, no pudieron hacer nada frente a las lanzas de los elfos y las fauces de los gélidos.

Según se acercaba al galope, el Devorador de Almas parecía aún más grande, inmenso. Blandía su hacha en dirección a Voronthir, esperándolo mientras de sus fauces caía espuma. Por detrás de él, N’Deva y su corte de demonios se acercaban cada vez más. Si había engañado a Voronthir, no habría esperanza para él: se vería arrollado por el segundo contingente si el Devorador no le destruía.
El general Druchii bajó su lanza y gritó: no un grito de batalla, simplemente un aullido de ira y miedo. El Devorador levantó su hacha y bramó en su lengua incomprensible. El tiempo pareció detenerse y Voronthir podía ver con todo detalle el pecho del inmenso Demonio, la punta de su lanza brillando por el Sol, los pies de Krimroth hundiéndose en la nieve con un sonido de crujido. Oía el fragor de la batalla detrás, su madre y su hija menor gritando los hechizos, Mekheret aullando órdenes a la fila de lanceros que aún se mantenía en pie, los resortes de las ballestas saltando. Vio cómo la punta de su lanza se hundía sin dificultad en el pecho del monstruo antes de que este tuviera tiempo de golpearle con su hacha, sintió el mástil romperse, y supo que no era suficiente. Supo que el hacha iba a caer sobre él antes de que le diera tiempo a desenvainar su espada, y vio en los ojos del demonio una ira sin fin, un fuego que podría abrasar todo el mundo... Y entonces, los ojos del Demonio se abrieron por la sorpresa, mientras una inmensa garra lacada aparecía en el centro de su pecho, cerca de donde la lanza de Voronthir había quedado incrustada. La garra, afilada como una cuchilla, atravesó al demonio, drenando su energía a la vez que le destrozaba por dentro. Y, tan rápido como había entrado, salió. Todo ocurrió en un parpadeo, mientras N’Deva continuaba su camino, pasando de largo como si no acabase de apuñalar por la espalda al general aparente de la horda. El Devorador de Almas soltó el hacha y comenzó a caer, despacio, como se derrumba una torre. Sorprendido, Voronthir vio a las diablillas montadas que pasaban a su lado señalarle y reírse. Entonces, con un grito de éxtasis, desaparecieron todas en una nube púrpura. Voronthir vio cómo los Desangradores que masacraban a sus lanceros gritaban de frustración y desaparecían en estallidos de sangre. Habían vencido. N’Deva había cumplido su palabra y habían vencido. A sus pies yacía el cuerpo del Gran Demonio de Khorne, aún estremeciéndose. Voronthir se bajó de un salto de Krimroth, a la vez que soltaba su lanza y sacaba su espada de la vaina en un sólo movimiento fluido y armónico. Se acercó al enorme monstruo, y se dio cuenta con horror de que aún estaba vivo. Durante un instante se alarmó al pensar que tendría que luchar con él de nuevo sin la ayuda de N’Deva, pero al acercarse más -con la hoja curva y fina de su espada preparada- se dio cuenta de que Rhan’khratak estaba viviendo sus últimos momentos en el plano mortal. Su cuerpo estaba destrozado, y por todas partes su sangre -tan oscura, tan espesa- se extendía como si no fuera a dejar de manar jamás.
El demonio giró sus enormes ojos inyectados en sangre para mirarle y, sin levantar la cabeza, emitió un resuello que podría parecer una risa ajada.
-Me has vencido, elfo... Pero no lo has hecho sólo. -su voz sobresaltó a Voronthir. Si alguien le oía, sería su final- He notado la garra de esa puta robándome la vida. Remátame, cobarde inmundo. Remátame y no te mueras hasta que vuelva a este plano, porque juro que reclamaré tu alma para mí, te arrancaré el corazón y se lo daré a los mastines de mi Señor para que lo devoren.
La criatura volvió a reír, cada vez más débil. Voronthir curvó sus labios en una mueca de desprecio y se quitó el yelmo.
-No te temo, idiota. No temo a alguien tan estúpido que se deja apuñalar por la espalda.
Arrojando su yelmo al suelo, se acercó a la cara del demonio y le escupió en el ojo, que se cerró espasmódicamente. Después puso el cruel filo serrado de su arma contra la garganta de Rhan’khratak y comenzó a serrar, despacio, con premeditación fría e inhumana, el grueso cuello del Demonio, que trataba de retorcer su destrozado cuerpo. Gorgoteaba sangre, y trataba de maldecir a Voronthir por el dolor que le estaba causando. El noble Druchii notaba la ira del Demonio, y serraba cada vez más despacio, hasta que por fin separó la cabeza del monstruo de su cuello. Notó detrás de sí la presencia de sus soldados y su familia, acercándose a mirar, despacio, con miedo. Cuando se inclinó y levantó con las dos manos la cabeza del Demonio por el pelo enmarañado, haciendo uso de toda su fuerza, todos los miembros supervivientes del ejército vitorearon.
Habían ganado, y un futuro prometedor esperaba a la familia Verakh.

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