jueves, 21 de octubre de 2010

La Casa Verakh, Cuarta parte

La familia Verakh está cada vez más cerca de descubrir qué hay en el monolito...

IV

Karanthir se parecía mucho a Voronthir, su padre, al menos físicamente. Ambos tenían el pelo negro y liso, ambos la frente despejada y la mirada orgullosa de los nobles Druchii. Además, Karanthir había heredado la habilidad táctica de su padre, por lo que este solía encomendarle el mando personal de algún regimiento durante las batallas. Sólo en dos cosas se distinguían padre e hijo: mientras que Voronthir acostumbraba a montar en su gélido Krimroth durante la batalla, Karanthir no soportaba a esas bestias. Decía que eran animales impredecibles y que no le gustaba poner su vida en sus zarpas. Por esto, Karanthir solía ir a pie o en un corcel negro, pero jamás en gélido.
La otra diferencia era el carácter: Si lo requería la ocasión, Voronthir era un asesino despiadado, como todo buen Druchii. Pero era frío, calculador y muy prudente. Jamás se dejaba llevar por la ira en público salvo que eso le beneficiara de alguna manera, y trataba, dentro de lo posible, de derramar la menor cantidad de sangre de sus propios soldados. Karanthir, sin embargo, tenía un temperamento sanguíneo y proclive a la violencia. De rápido inflamado, cualquier provocación (real o percibida) acababa con el ofensor muerto en el suelo y Karanthir limpiando la hoja de su daga o su espada. Cuando Voronthir hablaba, su voz era como el gruñido profundo de un tigre de las junglas de Lustria: un sonido amenazador pero contenido. Karanthir pasaba del susurro al grito con una facilidad pasmosa. Esto había provocado enormes quebraderos de cabeza a Voronthir, que en una ocasión se vio obligado a dar a una Casa noble rival más de cien esclavos en compensación por un hijo de la familia que Karanthir había lisiado en un arrebato. Años de intentos fracasados de Voronthir por inculcar en su hijo aunque no fuera más que un poco de prudencia política habían acabado con la paciencia del noble Druchii, que había centrado sus esperanzas de prestigio para la Casa Verakh en su segunda hija: Mekheret.
De figura engañosamente grácil y esbelta, Mekheret era una guerrera aún más mortífera que su hermano mayor. Compensaba su relativa falta de fuerza bruta con una velocidad y una astucia propias de la serpiente que era el emblema de la familia. De los tres hijos (legítimos) de Lord Verakh, Mekheret era la que más se le parecía. Jamás perdía la calma, era contenida como el trueno sordo que retumba por las montañas, y aún así todos sus soldados habían aprendido a no provocar su ira. Mekheret no toleraba la desobediencia ni la cobardía, y castigaba ambas faltas con rapidez y frialdad. Voronthir le había educado para ser la nueva cabeza de la Casa Verakh cuando él cayera, asegurándose a la vez de que ella supiera que aún tenía mucho que aprender, para evitar tentaciones de asesinato por su parte. Cuando marchaban a la guerra, Mekheret no desobedecía jamás, y mostraba una habilidad en las armas y el manejo de las bestias que despejaba todas las dudas sobre su competencia militar que su aspecto pudiera suscitar en los soldados.
Tal vez la más ajena a Voronthir era Ymircha, su hija pequeña, una criatura caprichosa y voluble cuya única similitud con su padre era su pelo negro, que había heredado los poderes mágicos de su abuela, la hechicera Kelebrian. Quizá por esto, ambas brujas pasaban mucho tiempo juntas, embebidas en conversaciones que Voronthir sospechaba que no comprendería ni aunque lo intentase. Aunque no lo admitiera en público, Voronthir se avergonzaba del comportamiento de Ymircha, que era propensa a pataletas y comportamientos infantiles; sin embargo, su dominio de la magia y el abandono con que mataba eran fuente de una especie de orgullo culpable para el noble, que siempre se encontraba, a su pesar, cumpliendo los caprichos de su hija. Entre la soldadesca, sin embargo, Ymircha no era demasiado popular: en efecto, demasiado a menudo había sacrificado a algún lancero o ballestero para lanzar durante una batalla algún hechizo particularmente poderoso. Además insistía en llevar su pequeño dragón de compañía con ella a todas partes, y la bestezuela tenía un carácter tan infernal e impredecible como su dueña, chamuscando las orejas de los soldados con pequeñas llamaradas o mordisqueando sus dedos si trataban de acariciarle o simplemente se acercaban lo suficiente. Voronthir consideraba de lo más divertido ver cómo los soldados, durante la batalla, trataban de no estar cerca de su hija. Sabía que entre Ymircha, Mekheret y Karanthir había una rivalidad que tarde o temprano explotaría, e intentaba por todos los medios controlar esa explosión: no hacerlo podría sumir a la familia Verakh en una decadencia definitiva. 
Con todas estas tensiones, por lo tanto, era raro el momento en el que toda la familia actuaba de común acuerdo. Esta noche era una de ellas.

La luna menguante brillaba sobre la nieve en torno a Aarthrond haciendo que, por contraste, las murallas parecieran aún más negras de lo que eran. Las inmensas puertas de hierro estaban cerradas, y en la garita del lado interior de la muralla, dos guardias aburridos contaban historias de sus vidas en Naggarond. Uno de los ballesteros de la torre junto a la puerta dio la voz de alarma, y los dos guardias salieron de la garita rápidamente y con las espadas listas. Un grupo de elfos se acercaba a la puerta desde dentro. Todos iban embozados, dos de ellos montados en gélidos, otro en un corcel y aún dos figuras más en un carro tirado por gélidos, una de las cuales llevaba un pequeño dragón en el hombro. Inmediatamente ambos soldados saludaron con una reverencia y bajaron las espadas: la familia Verakh al completo no era el tipo de grupo al que uno pudiera faltar al respeto y vivir para contarlo. Inmediatamente el capitán de la guarnición nocturna accionó el mecanismo hidráulico que abría las puertas, que obedecieron con un lento aullido de metal contra piedra.
El viento helado golpeó a Voronthir en el rostro. Aunque iba casi completamente cubierto, el frío se le coló entre la ropa, obligándole a encogerse sobre su montura. Perezosamente, Krimroth comenzó a avanzar, encabezando la pequeña comitiva. Ninguno de los nobles Druchii se dignó a lanzar siquiera una mirada curiosa a los guardias, que esperaron con el corazón en la boca a que pasaran para cerrar la puerta, preguntándose internamente qué sería lo que movía a sus líderes a salir en medio de una noche tan horrible como esa.

Cuando Aarthrond quedó lejos del alcance de su voz, Voronthir detuvo a su gélido e hizo señas a su familia de que hicieran lo mismo. Formaron un pequeño círculo para poder oírse mejor entre la ventisca. Ymircha fue la primera en romper el silencio, con su voz de niña, aguda pero suave, alzándose quejumbrosa sobre el aullido del viento:
-Mierda, ¿realmente era necesario sacarnos de nuestras camas para dar un paseo? ¡Estoy helada!
Fue su abuela la que interrumpió lo que seguramente iba a ser un chorro interminable de quejas:
-Estás helada, Ymircha, porque no te has querido vestir más. Por si no fuera bastante ridículo que te pasees por todo el baluarte prácticamente desnuda, decides salir en medio de la noche cubierta sólo por una pequeña manta de seda. -Kelebrian aplaudió despacio, con sorna-. Bravo, nieta mía. Ahora guarda silencio, y escucha a tu padre.
Voronthir se quitó el embozo para poder hablar con claridad, y su voz grave de barítono sonó firme en la noche:
-Tengo algo que contaros. Vuestra abuela y yo hemos hecho un descubrimiento que puede ayudarnos en esta nueva situación. -los ojos de sus hijos se clavaron en él, expectantes- No muy lejos de aquí hay un monolito, levantado por Malekith tras la reconquista del Glaciar Hierro Congelado. Como ya sabéis, esos monolitos drenan los vientos de la magia, manteniéndolos bajo control. Pues bien, vuestra abuela ha descubierto, entrando en trance en contacto con el monolito, que si lo derribamos podría canalizar su energía para fortalecer sus hechizos. De esta manera, nuestro dominio sobre esta zona será incuestionable.
Por el rabillo del ojo, vio a Mekheret removerse inquieta sobre su gélido, pero le hizo callar con un gesto casi imperceptible de su mano, mientras continuaba hablando.
-El motivo de que hagamos esto solos, hijos míos, es que está prohibido por la ley del Rey Brujo derribar estos monolitos, bajo pena de muerte. Debemos hacerlo en secreto, pensando únicamente en el bienestar de la Casa Verakh. Cuanto antes tengamos un dominio incuestionable sobre esta zona antes recuperaremos el favor del Rey, y antes volveremos a Naggarond. -sonrió rápidamente antes de terminar- Por supuesto sabéis que el estar ahora aquí todos ya os convierte en cómplices de esto, igual que sabéis que eso supondría vuestra muerte. No tenéis elección ninguna.
Sin decir nada más, volteó a su gélido y continuó caminando. Oyó detrás de sí el eje del carro chirriar mientras Kelebrian azuzaba a los gélidos que tiraban de él, al igual que el paso acompasado y firme del caballo de su hijo. Y oyó lo que esperaba oír: el trote del gélido de Mekheret poniéndose a su altura. En cuanto llegó a su lado, ambos aceleraron para alejarse de los demás.
-Padre... -comenzó dubitativa Mekheret.
-¿Sí?
-Esos monolitos... Fueron levantados con una misión. Sin ellos, los demonios podrían reaparecer.
-Eso es justamente lo que quiero -Voronthir sonrió como un zorro mientras disfrutaba de la perplejidad reflejada en el armonioso rostro de su hija-. Quiero liberar a un demonio en concreto, un demonio que me habló por boca de Kelebrian mientras ella estaba en trance.
-¡Pero padre! ¿Podremos matarlo una vez liberado? ¿Necesitamos algo de él, su cabeza, sus garras... algo?
-Sí, algo necesitamos. El demonio nos ha prometido que nos ayudará a recuperar y aumentar nuestra influencia si lo liberamos. Con su poder de nuestro lado, nada podrá detenernos.
-¿Y si nos engaña?
Voronthir se encogió de hombros.
-Si nos engaña, tu abuela le destruirá. No sería la primera vez que acaba con un demonio.
-Ahora que lo mencionas, padre... ¿Qué opina ella de esto?
-Oh, ella no lo sabe -contestó Voronthir en un susurro divertido-. El demonio me dijo que le mintiera, que de lo contrario se negaría o intentaría utilizarle para su propio beneficio.
-Y... ¿qué crees que hará cuando vea que le has engañado?
-No lo sé. ¿Protestar? -ambos rieron unos segundos.
-Padre...
-¿Sí?
-¿Qué me impide ahora gritar lo que pretendes hacer y ponerla sobre aviso? O... podría incluso gritarlo y luego matarte.
-Hazlo. Pero ten presente una cosa, Mekheret: si me matas, tú caerás después. ¿O crees que la bruja permitiría que tú, la única de sus nietos con algo de iniciativa, liderase la Casa Verakh? No... Ella te asesinaría y pondría en tu lugar a la caprichosa Ymircha o al estúpido Karanthir, a quienes podría manejar a su antojo. Tal vez incluso os matase a todos y se quedase ella con todo el poder... ¿Sigues queriendo matarme?
-Siempre. -dijo Mekheret mientras sonreía divertida y le guiñaba un ojo. Voronthir palmeó el hombro de su hija y ambos rieron, con las cabezas inclinadas juntas.

Unos pasos más atrás, en el carro, Kelebrian e Ymircha cuchicheaban. Ymircha estaba asombrada y un tanto indignada, mientras Kelebrian le daba explicaciones:
-Ymircha, este demonio nos dará poder a nosotras, las hechiceras. Imagínatelo: podremos conseguirlo todo. Todo lo que queramos.
-¡Pero es peligroso!
-Oh, por Khaine -suspiró con disgusto Kelebrian-, a veces me pregunto cómo ha podido una Druchii tan blanda llegar a tu edad... ¡Claro que será peligroso! Pero de eso nos alimentamos, querida nieta, tanto como del vino o la comida: de las emociones.
-¿Y dices que Padre no lo sabe?
-No. El demonio me dijo que le había contado una mentira, alguna estupidez sobre aumentar el poder mágico de la zona...
-No me puedo creer que se lo tragara -dijo Ymircha con una risita.
-Ah, Ymircha... -la voz de Kelebrian se tornó soñadora- Tu padre desconoce muchas cosas. Estoy segura de que él también me miente. Puede que sepa que va a liberar a un demonio. Lo que no entiende es que ese demonio ya es libre. Los monolitos no hacen prisioneros a los demonios, sólo absorben la energía mágica de la zona, impidiéndoles existir en este plano. Estoy segura de que él no sabe eso. No sabe que al único que dará poder la caída del monolito es a este demonio.
-¿Cómo puede ser tan idiota?
Ambas rieron, envueltas en pieles cómodamente sentadas en el carro.

Aún unos pasos más atrás, montado en su corcel negro, Karanthir hervía de rabia. ¿Por qué siempre tenían que dejarle al margen de todo? Su padre confiaba en Mekheret, su abuela en Ymircha (aunque el por qué se le escapaba completamente). Pero en él no confiaba nadie. Él se desgañitaba en el campo de batalla, matando, mutilando, capturando esclavos para su padre, que sólo tenía ojos para su hija mediana. Los dientes le rechinaban, pero no del frío. Ver las cabezas de su padre y su hermana mediana por un lado, y su abuela e Ymircha por otro, conspirando, riendo, le revolvía el estómago y llenaba su boca del gusto amargo del rechazo.

Algún día, pensó, algún día se arrepentirán de no haberme prestado atención.

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